El polp que va inventar la roda

El pulpo que inventó la rueda

El éxito del programa SETI depende de una premisa que no sabemos si es cierta: que existan civilizaciones alienígenas técnicamente avanzadas. Incluso en el hipotético caso de que los mundos habitados abundaran en el universo, no sabemos si es fácil que tales mundos acaben desarrollando alguna civilización tecnológica. Puede que sólo unos pocos planetas habitados acaben produciendo vida pluricelular compleja (o su equivalente); por lo que sabemos, en la Tierra este paso tardó mucho en darse, lo que quizá sea un indicativo de la dificultad del proceso. O quizás el verdadero cuello de botella sea en sí la aparición de inteligencia, ¿cómo de probable es que surjan organismos inteligentes, una vez aparece la vida compleja? ¿Es la inteligencia inevitable? ¿O innecesaria?

Nuestra guía para estimar esta probabilidad será, como en otras ocasiones, la convergencia evolutiva: cuantas más veces haya ocurrido en la Tierra un determinado hecho evolutivo, más probable consideraremos que pueda ocurrir en un ecosistema alienígena. Por ejemplo, las formas aerodinámicas (perdón, hidrodinámicas) son comunes a todos los organismos que tienen que desplazarse eficazmente por un fluido: peces, delfines, sepias… e incluso las semillas de algunas plantas. Por tanto, nos sentiremos bastante confiados para asegurar que también serán comunes en los mares de otros planetas.

Realizando un razonamiento análogo para la inteligencia, si buscamos en nuestro mundo, encontramos numerosos seres que tienen altos niveles de inteligencia: los grandes simios, los delfines, los elefantes, los perros, cuervos y urracas, los loros (en especial el loro gris africano)… muchos de ellos capaces de resolver problemas lógicos complejos, e incluso de aprender por sí mismos a manejar herramientas para alcanzar sus fines. ¿Podemos concluir que la inteligencia (a ese nivel) es, al menos, no improbable?

La conclusión es tentadora, pero tiene un sesgo: todos los animales antes mencionados son vertebrados, íntimamente emparentados entre sí, con un sistema nervioso y un cerebro similares heredados de un antepasado común. Es decir, todos traen de serie el equipamiento para desarrollar esa inteligencia. La convergencia evolutiva es por tanto relativa. Nuestro argumento ganaría fuerza si encontráramos organismos no relacionados con los vertebrados que hubieran también desarrollado inteligencia de algún tipo.

¡Y resulta que esos organismos existen! Se trata de un grupo sorprendente de invertebrados: los cefalópodos, que (dejando a parte el caso del pulpo pitoniso Paul) muestran un alto grado de inteligencia. De ellos se ha dicho que son lo más parecido a seres extraterrestres que hay en la Tierra. Estos moluscos han desarrollado su inteligencia por medios completamente distintos a los de los vertebrados. Ellos y nosotros pertenecemos a filos distintos, y el último antepasado común debió ser alguna especie de gusano blando y ciego que vivió hace 600 millones de años. Sin embargo, pese a que son parientes cercanos de los caracoles, tienen tantas cosas en común con nosotros que se han ganado el título de «vertebrados honoríficos».

Sus ojos, muy similares a los de los vertebrados a pesar de un origen evolutivo completamente diferente, son un ejemplo de libro de convergencia evolutiva. Lo mismo ocurre con su complejo sistema neuronal, que ha evolucionado de forma paralela y ha culminado en un cerebro bien desarrollado. Este complejo cerebro les dota de una extraordinaria memoria y capacidad de aprendizaje que les permite resolver con facilidad laberintos y problemas complicados, y ser capaces de aprender de sus congéneres. Sus tentáculos además les proveen de una extraordinaria capacidad manipuladora, lo que resulta ser una poderosa combinación gracias a la cual pueden enfrentarse con éxito a desafíos que consideramos propios sólo de vertebrados superiores. Como por ejemplo, destapar un frasco: a un pulpo del zoo de Munich le bastó ver cómo sus cuidadores abrían por sí mismos un frasco con comida dentro para comprender el mecanismo de la tapa, y ser capaz de desenroscarla por sí mismo para acceder a la comida.

Su complejidad cerebral se traduce también en un sistema de comunicación muy sofisticado. Es bien conocida la capacidad de los cefalópodos de cambiar el tono y color de su piel (y en algunas especies incluso la textura) para mimetizarse con su entorno. Esta característica, sin duda de enorme ayuda para su supervivencia, es también el fundamento de su sistema de comunicación, basado en códigos de colores, combinados con posturas corporales: una determinada postura, un cierto patrón de manchas y colores, o la combinación de ambos tienen un significado concreto. Así, por ejemplo, para las sepias aquello de ponerse negro de ira es literalmente cierto. Algunos investigadores piensan que la postura puede servir para matizar el mensaje básico que transmite el patrón de manchas. El número de elementos comunicativos distintivos es grande, quizás ronda el centenar (dependiendo de la especie), y sin ninguna duda es mucho mayor que el de los grandes simios, por lo que deben tener mucho más que estos que decirse.

Se ha visto en ocasiones que algunas especies de pulpo son también capaces de manejar herramientas para manipular el entorno, como piedras. No es sorprendente que un animal pueda usar herramientas; muchos las usan de forma instintiva, aunque en tales casos siempre lo hacen de la misma forma, y por parte de todos los miembros de su especie, al tratarse de un comportamiento rígido preprogramado en sus genes.

Pero a finales de 2009 se hizo un sorprendente descubrimiento en las costas de Indonesia, que fue publicado con considerable repercusión en la revista Current Biology (vol. 19): un pulpo que usaba de una forma sorprendente las dos mitades abandonadas de una cáscara de coco partida, de una forma que nada tenía de instintiva, sino que más bien parecía implicar un pensamiento razonado. El cefalópodo en cuestión cogía las dos mitades de cáscara de coco y se las llevaba a cuestas consigo para poder usarlas cuando le fuera necesario, bien para esconderse dentro de ellas, cuando los buzos que lo filmaban se acercaban demasiado, o bien ¡para usarla para descender por una ladera! En este último caso, el pulpo se metía dentro sujetando ambas mitades para crear una superficie esférica, y se dejaba caer por la ladera rodando, seguro dentro de su corteza. ¡Había inventado la rueda!

¿Son realmente los pulpos capaces de semejante nivel de abstracción? ¿Es algo general? ¿Nos encontramos ante un pulpo genio, particularmente dotado, o infravaloramos la inteligencia de estos seres? Si es este último caso, las probabilidades de que exista más de un planeta habitado por seres inteligentes se incrementan notablemente. En cualquier caso, le dejo a usted que juzgue por sí mismo, y que disfrute de los quehaceres de este Leonardo da Vinci de los pulpos.

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Publicado originalmente en Mètode.