Cuando Marte tenía rayas

Cuando Marte tenía rayas

Cuando alguien ve Marte con telescopio por primera vez, suele sentir una decepción: “¿Ya está? ¿Solamente eso?”. Probablemente la señora del telescopio embalado acabó pensando que tiró el dinero. Acostumbrados por la prensa a las espectaculares imágenes de las sondas espaciales, aquellos que nunca han mirado por un telescopio quedan decepcionados. Pero imágenes como esa fueron las únicas que pudieron utilizar los astrónomos durante mucho tiempo. Y antes del telescopio, ni eso.

Pero incluso antes de que pudiéramos percibir algún detalle más allá de su color rojizo, Marte tuvo un papel fundamental en la Astronomía. Tycho Brahe (1546-1601), el mejor astrónomo observacional de su tiempo, proporcionó a Kepler (1571-1630), el mejor teórico, los precisos datos de la órbita de Marte. Gracias al Planeta Rojo, las órbitas circulares, que durante 2.000 años describieron los movimientos celestes, fueron sustituidas por las elipses. Kepler publicó sus famosas tres leyes, abrió las puertas de la revolución copernicana y preparó el camino para la revolución newtoniana. En 1610, Galileo (1564-1642), gracias a un primitivo telescopio, escribía sobre las fases de Marte, indicando que se trataba de un cuerpo esférico iluminado por el Sol. A través del telescopio, el Planeta Rojo es un objeto de difícil estudio. Posee un diámetro algo superior a la mitad del terrestre y, en los mejores momentos para su observación, nunca llega a acercarse menos de 55 millones de kilómetros de la Tierra. A ojo, Marte es como un plato visto a 2.500 metros de distancia.

A pesar de las dificultades, en 1659 C. Huygens (1629-1695) tuvo el privilegio de ser el primero en observar Syrtis Major: una marca oscura en forma de V sobre la superficie marciana. Siguiendo el movimiento y reaparición de la mancha, escribió: “La rotación de Marte, como en el caso de la Tierra, parece ser de un periodo de 24 horas”. El valor que aparece en los textos científicos actuales es de 24 horas, 37 minutos y 22,7 segundos. En 1672, Huygens dibujó por primera vez el brillante Casquete Polar Sur, al que se añadió el Norte a principios del siglo XVII gracias a las observaciones de G. F. Maraldi, que llegó a documentar cambios estacionales, con los que empezó la especulación de la existencia en Marte de vegetación. Además, la inclinación del eje marciano resultaba ser de unos 24º. Las semejanzas con la Tierra parecían cada vez más acusadas. A finales del siglo XVIII, el gran astrónomo F. W. Herschel (1738-1822) comentaba: “La analogía entre Marte y la Tierra es, tal vez, de lejos la mayor en todo el Sistema Solar. Su periodo de rotación es prácticamente el mismo; la oblicuidad de sus respectivas eclípticas, de las que dependen las estaciones, no son muy diferentes y para todos los planetas externos la distancia de Marte al Sol es de lejos la más cercana y parecida a la Tierra. (…) Los habitantes de Marte probablemente disfrutan de una situación en muchos aspectos similar a la nuestra”.

Conforme mejoraba la técnica de observación, eran más los detalles marcianos que podíamos ver. En 1840 disponíamos del primer mapamundi de Marte, realizado por Maedler y Beer, y posteriormente se fueron dibujando sucesivos mapas más y más detallados. Hasta que en la oposición de 1877, un reputado astrónomo, Giovanni Schiaparelli (1835-1910), vio algo que nadie había visto antes: los canales de Marte. Schiaparelli, a la sazón director del observatorio de Milán, tenía fama de ser un excelente y meticuloso observador. Allá donde otros habían visto manchas, él acabó perfilando un entramado de líneas rectas de miles de kilómetros que enganchaban zonas oscuras del planeta. A esas líneas las llamó en su lengua, el italiano, “canali”. Esta palabra no distingue si se trata de un accidente geológico o una construcción artificial, pero su incorrecta traducción al inglés en la prensa como “canals” (canales o acequias), en vez de “channels” (cauces), indicaba una construcción artificial. Por aquel entonces la finalización del canal de Suez había constituido una noticia mundial y aún estaba fresca en la mente de los periodistas y ciudadanos, y la asociación de ideas fue inmediata.

Muchos astrónomos no veían las líneas de las que hablaba Schiaparelli, pero desde luego la prensa sí. Y quién también las vio, y mejor que nadie, fue Percival Lowell (1855-1916), un diplomático estadounidense que hizo bandera de los canales de Marte. Con su propia fortuna, Lowell construyó un observatorio en Flagstaff, en el desierto de Arizona y dedicó el resto de su vida al estudio de Marte. Realizó una enorme cantidad de dibujos de los canales marcianos y llegó a la conclusión de que se trataban de enormes construcciones artificiales. Los marcianos eran una civilización agónica. Una sequía asolaba todo el planeta y los ingenieros marcianos habían construido gigantescos canales para llevar el agua de los polos hasta el ecuador de Marte. La prensa estaba encantada y nació la Martemanía. Gran parte de los astrónomos permanecían escépticos, pues se estaban describiendo detalles más pequeños que lo permitido por la resolución de los instrumentos. Pero no era el escepticismo de los científicos lo que llegaba a oídos del ciudadano, sino la prensa. Los periodistas en su afán de noticias sorprendentes siguieron exprimiendo Marte. Y aparecen una y otra vez noticias de comunicaciones por radio con el cuarto planeta, descubrimientos de vegetación de color rojo o declaraciones de médiums espiritistas que aseguran haber visitado Marte y entablado tertulias de café con marcianos muy educados.

La existencia de vida en Marte estaba tan asumida socialmente a finales del siglo XIX y principios del XX que cuando la Academia de Ciencias Francesa propuso un premio de 2.500 francos a quien encontrara vida en algún planeta, se excluyó al planeta rojo como candidato, por fácil. En 1901 el gran ingeniero Nikola Tesla sería el primero y no el último en anunciar a la prensa, encantada de hacerse eco de la noticia, que había detectado señales de radio procedentes de Marte. Por su parte, algunos espíritus emprendedores aconsejaban trazar letras gigantes sobre las arenas del Sahara. La comunidad científica permanecía escéptica al revuelo informativo alrededor de Marte, y alguno mantuvo un sano sentido del humor al respecto, como el astrónomo G. E. Hale que en 1912 ante la premura con que lo invitó a escribir un redactor del Herald Tribune: “Telegrafíe inmediatamente 500 palabras sobre posible existencia vida en Marte”, respondió inmediatamente: “Lo ignoramos, lo ignoramos, lo ignoramos, lo ignoramos…” hasta completar la demanda. En la misma sintonía, el astrónomo Edward Emerson Barnard escribió una novela dónde, tras detectarse señales de Marte y después de muchos esfuerzos por comunicarse con los marcianos, éstos por fin entran en contacto con la humanidad. “¿Por qué nos enviáis señales?”, preguntan los terrestres. Los marcianos responden: “No es con vosotros con quien estamos hablando, sino con los saturnianos”.

Todo terminó cuando, en 1909, Eugenio Antoniadi observó Marte con el mejor telescopio del momento. Los canales se esfumaron como por arte de magia. Como Vincenzo Cerulli demostró, todo había sido una mala pasada, una elaboración mental de estructuras en condiciones en el límite de la visibilidad. Lowell, sin embargo, se mantuvo firme en sus convicciones hasta su muerte en 1916.
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Escrito al alimón con Bartolo Luque